El estrecho horizonte del
movimiento LGTB actual
Andrea D'Atri y Celeste Murillo
Argentina es uno de los dieciséis
países del mundo –el primero en América Latina– que aprobó el matrimonio entre
personas del mismo sexo, aunque la ley sufrió varios traspiés antes de ser
votada en el Senado, en julio de 2010, por una exigua diferencia y tras muchas
horas de debate1.
La crisis
abierta en diciembre de 2001 –con la emergencia de los movimientos de
desocupados, las asambleas vecinales y las fábricas tomadas por los
trabajadores– había puesto también las demandas del movimiento de mujeres y del
movimiento LGTB sobre el tapete. La legalización de las parejas del mismo sexo
fue una de esas banderas y, en 2002, la Ciudad de Buenos Aires establecía el
régimen de unión civil en su jurisdicción. Luego, numerosas organizaciones,
nucleadas en la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans,
privilegiaron estrategias jurídicas y parlamentarias, limitando la creciente
movilización de la comunidad LGTB a la presión por la ley de matrimonio
igualitario.
Así, lo que podría haber sido un
gran punto de partida para fortalecer la lucha LGTB, pronto se convirtió en un
techo. Pero, a pesar de sus límites, el debate de la ley no solo transformó
beneficiosamente la vida de un sector de la comunidad de gays y lesbianas,
permitió su visibilidad y una creciente aceptación social de la condición
homosexual, sino que, además, impulsó un “espíritu igualitarista” en amplios
sectores de masas. Los meses que duró el tratamiento de la ley en el Congreso,
la clase trabajadora y la juventud debatieron en fábricas, facultades y
oficinas, enfrentando viejos prejuicios y mostrando que el 70 % de aprobación
que tenía el proyecto no era un invento de las encuestadoras. Dos años después
se sancionó la Ley de Identidad de Género, fundamental para avanzar en la
equidad de las personas transexuales. Sin embargo, muy pronto se evidenció que
la igualdad ante la ley no es aún la igualdad ante la vida y que, tanto en el
ámbito laboral como en el de la salud, aún subsiste la discriminación.
Estas experiencias –que
merecerían su propio análisis y no es el propósito de este artículo–
concentraron, en corto tiempo, las lecciones de cuatro décadas del movimiento
de liberación sexual: demandas, alineamientos estratégicos y una deriva en la
cooptación que nos proponemos examinar críticamente.
Stonewall y el surgimiento del
movimiento de liberación sexual
La radicalización de masas que se
extendió desde fines de los ‘60 hasta principios de los ‘80, se expresó también
en el carácter anticapitalista sostenido por amplios sectores de los movimientos
sociales que, en ese mismo período, cuestionaban todos los órdenes de la vida.
A mediados de 1969, la redada
policial en el bar Stonewall parecía una más de las habituales en el Greenwich
Village de Nueva York, pero esa vez no terminó como siempre: gays, lesbianas y
travestis se enfrentaron durante tres días con las fuerzas represivas dando
origen, apenas unas semanas más tarde, a la formación del Frente de Liberación
Gay (GLF). Esta coalición que reunía, por primera vez, a todas las organizaciones
existentes, pronto se extendió a diversas ciudades de EE. UU. y abrió paso a la
creación de otras agrupaciones y alianzas en muchos países2.
Las barricadas de Stonewall
fueron un punto de inflexión. Tres años antes, en otro bar de Nueva York, se
había desafiado la prohibición estatal de servir alcohol a homosexuales y, en
1967, en la misma ciudad, abría sus puertas la librería Oscar Wilde, la primera
del mundo dirigida a lectores gays. Pero en Stonewall bastó que una lesbiana,
mientras era arrestada, gritara a la muchedumbre “¿Por qué no hacen algo?”,
para que la chispa incendiara el barrio entero3.
Un año después, la conmemoración
que organizó el GLF en Nueva York reunió casi diez mil personas. Otras
movilizaciones recorrieron las calles de Los Ángeles y San Francisco, y el
movimiento asumió la lucha por la liberación de presos políticos, contra la
guerra de Vietnam, contra el racismo, etc.
En los primeros años de la década
del ‘70, se despenalizó la homosexualidad en casi todos los países de
Occidente, aunque siguió considerándose una patología4. Como señala
Carlos Figari:
El movimiento homosexual comenzó
a plantear como problemas a considerar en la agenda política valores de su vida
cotidiana, el hacer público lo privado, el autoafirmarse como sujetos homosexuales
en la sociedad. Esto último suponía una reversión identitaria en la categoría
de interpelación definida como homosexual, que, de ser el término médico para
clasificar una enfermedad pasó a ser una categoría política afirmativa de la
diferencia5.
Las identidades que habían sido
discriminadas y perseguidas se levantaban con orgullo, cuestionando todas las
instituciones que reprimían la sexualidad, buscando nuevas formas de
relacionarse sexo-afectivamente y desafiando los preceptos morales que los
condenaba a la marginación. La resultante fue la conversión de la rebeldía en
política de identidad, para la exigencia de mayores derechos. Sin embargo, esa
rebelión, que atravesó fronteras y generaciones, hizo posible que se suscitaran
muchos cambios impensados, poco tiempo antes, para gays y lesbianas.
La “peste rosa”, la reacción
conservadora y los derechos civiles
Hacia finales de los ‘70, la
derecha cristiana empezó a organizarse contra los crecientes movimientos
feminista y de liberación sexual. Florecieron las agrupaciones “pro-vida” y
“profamilia”, que sostenían el modelo de la pareja parental heterosexual
monogámica y el rechazo al derecho al aborto. En 1978 asume el papado el
cardenal polaco Karol Wojtyla, que imprimió un fuerte carácter neoconservador a
la política vaticana, no solo en la lucha “contra el comunismo”, sino también
contra la legalización del aborto, que se había conseguido en numerosos países,
y otros derechos conquistados por el movimiento de mujeres y el movimiento de
liberación sexual.
Pero uno de los golpes más duros
que recibió la comunidad homosexual llegó a mediados de 1981, cuando el Centro
para la Prevención y Control de Enfermedades de EE. UU. anunció la aparición de
unos casos de neumonía, asociados con el sarcoma de Kaposi. La mayoría de los
enfermos eran homosexuales y murieron en pocos meses, lo que bastó para que
cundiera el pánico en la comunidad gay y ésta fuera estigmatizada brutalmente,
desatándose una verdadera “caza de brujas”.
Aquella solidaridad, que la comunidad
homosexual había conquistado en amplios sectores sociales y políticos, empezaba
a licuarse al ritmo con que se extendían la pandemia y la discriminación que
surgía de los prejuicios y el temor, infundidos por el desconocimiento y los
grupos reaccionarios.
La restauración conservadora,
encabezada por Reagan y Thatcher, con altísima desocupación, privatizaciones y
recortes del gasto público, aumento de la expoliación a los países
semicoloniales con las deudas externas y caída de la Unión Soviética, fue acompañada
por la propaganda reaccionaria de la “peste rosa”, que actuó como disciplinador
de aquel movimiento que, a fines de los ‘60, había emergido cuestionando la
heteronormatividad, la monogamia y la familia patriarcal.
Recién en 1987 se lanzó el primer
programa global de lucha contra el sida: llevó casi una década establecer el
origen del virus, descubrir drogas para el tratamiento de la infección y tener
un conocimiento más certero sobre las vías de contagio. Durante toda esa
década, el movimiento de liberación gay centró sus mayores esfuerzos en la
prevención de la infección, en la difusión de información científica y en
ayudar a las personas afectadas. Y junto con esta nueva actividad, fue
adquiriendo otra fisonomía: surgen ONG financiadas por agencias
internacionales, empresas y diversos organismos estatales. Por ejemplo, la
Asociación Lésbica y Gay Internacional (ILGA), fundada en 1978, multiplica de
manera creciente sus miembros adherentes en todo el mundo, convirtiéndose en
una de las mayores ONG, y centra su actividad en las conferencias mundiales de
la ONU donde, para 1993, consigue el estatus de miembro consultivo (que pierde
en 1995 y recupera en 2011 hasta la actualidad).
Los fondos internacionales para
la “lucha contra el sida” dieron mayor visibilidad y poder a los grupos de
varones gays. Lesbianas feministas, negras y de países del llamado “Tercer
Mundo”, hicieron oír su voz, denunciando la invisibilización y subordinación de
las mujeres en el movimiento de liberación homosexual mixto.
También señalaron que no se
sentían representadas por las voceras blancas, de clase media y de países
centrales, a quienes les cuestionaban su concepción “esencialista”. Distintos
activistas del movimiento gay-lésbico han cuestionado esta contradicción según la
cual, al tiempo que se desarrollaba el movimiento a nivel internacional, se
profundizaba su institucionalización, perdiendo radicalidad y centrando sus
demandas en las necesidades de apenas un sector de mejor posicionamiento social
y económico que reclamaba derechos civiles, inclusión en los nuevos estándares
de consumo y “tolerancia”6.
La institucionalización bajo el
“azote” del sida, y las políticas de la identidad, cuestionadas por los
sectores más invisibilizados y subordinados, llevaron a crisis, escisiones y
resquebrajamientos que dieron lugar a una reconfiguración del movimiento. El
derrotero que atravesó el feminismo durante estas décadas encuentra un
paralelismo en el movimiento de liberación sexual7. Por un lado,
líderes de la comunidad gay convertidos en una nueva “tecnocracia”
administradora de profusos financiamientos y dedicada al lobby político nacional e internacional,
para la regulación y el establecimiento de legítimos derechos civiles, que no
cuestionan el orden impuesto de las democracias capitalistas, sino que exigen
su inclusión en él. Por otro lado, una pandemia –que no solo afectaba a los
homosexuales, sino fundamental y mayoritariamente, a las mujeres heterosexuales
de poblaciones vulnerables, pobres y sociedades donde primaba una cultura
patriarcal–, que se había convertido en la excusa para arrojar a la hoguera de
la discriminación, el desprecio y la marginación a millones de gays, lesbianas
y transexuales, especialmente a los más pobres. En esos años, Néstor Perlongher
se interrogaba sobre esta cuestión:
…cabría preguntarse hasta qué
punto la asunción de la identidad no puede implicar a veces la domesticación
–por vía de la normativización–, de la adaptación a un modelo de cierta
cotidianeidad transgresiva8.
Como sucedió también en el
movimiento feminista, la política de la identidad –cuestionada por imponer una
homogeneización esencialista que funciona como un disciplinador del grupo al
que no solo describe sino al que también prescribe– condujo a la despolitización
del movimiento de liberación sexual, que se transformó en el movimiento LGTB,
sigla que varía en función de las nuevas identidades disidentes de la
heteronorma que se van configurando y reconociendo.
Lo que siguió es la política queer, que hizo estallar por
los aires las múltiples identidades, para señalar que lo más subversivo era
resignificar o parodiar los géneros impuestos por la heterosexualidad
obligatoria y no anclarse en una identidad que siempre es coercitiva,
prescriptiva y represiva.
El movimiento tuvo una deriva que
encuentra su equivalente en la que también tuvo el feminismo: desde las
barricadas de Stonewall y la intempestiva intervención callejera de aquellas
personas a las que se les había negado el más mínimo derecho a la existencia civil,
hasta la intervención subjetiva, hormonal, quirúrgica o artística sobre el
propio cuerpo, para rebelarse contra el orden binario de los géneros que
imponen el lenguaje y la cultura heteronormativos.
Allí, por fuera de la propia
subjetividad, donde las democracias capitalistas siguen funcionando como un
fetiche que oculta, bajo la igualdad ante la ley, las más brutales
desigualdades de la explotación y la opresión que se encuentran en la vida, el
movimiento LGTB se limita al reclamo de mayor inclusión que, al mismo tiempo
que es conseguida, domestica sus aristas más revulsivas9.
Defender todos los derechos,
cuestionarlo todo
En este escenario, las corrientes
de izquierda no han actuado de forma homogénea. Hay corrientes que,
acríticamente, siguen repitiendo las demandas de los movimientos sociales
adaptándose a sus límites y sin plantear una perspectiva anticapitalista y
revolucionaria para las luchas por la liberación sexual. Otras han reproducido
las persecuciones más terroríficas de gays y lesbianas dentro de sus propias
filas, instauradas por el stalinismo ya en los ‘30, cuando estableció que todos
los comportamientos sexo-afectivos que no se ajustaran a la heteronorma eran
degradaciones de una “moral pequeñoburguesa” y que tales individuos eran más
susceptibles de ser utilizados por la policía para la infiltración. Por último,
están las corrientes que, con fundamentos sindicalistas o economicistas, han
ignorado las demandas legítimas de los sectores oprimidos o las han considerado
“algo secundario”.
Sin embargo, enraizado en la
clase obrera, la única clase progresiva de la sociedad capitalista, el
socialismo revolucionario siempre estuvo a la vanguardia contra los prejuicios
moralistas y reaccionarios, abonados por la Iglesia en el terreno fértil del
atraso campesino. Por eso, fueron los socialistas alemanes los únicos que
repudiaron la condena al poeta Oscar Wilde, cuando fue perseguido por su
condición homosexual a fines del siglo XIX o, a principios del siglo XX, los
bolcheviques –aun condicionados por las ideas de la época– fueron quienes
eliminaron, durante la Revolución rusa, las leyes que criminalizaban la
homosexualidad. Ejemplos de una tradición que reaccionó ante todas las
manifestaciones de arbitrariedad, para sintetizarlas en la denuncia del
capitalismo y explicar, entonces, la importancia que adquiere la lucha
emancipadora del conjunto de los explotados, para todos y cada uno de los
oprimidos, cualquiera sea el sector o la clase social a la que pertenecieran.
Desde este punto de vista, toda
conquista parcial –como la mayor equidad en derechos civiles– adquiere una
importancia vital si está puesta en función de fortalecer al movimiento en la
lucha radical por la liberación sexual, que cuestione esas instituciones con
las que la clase dominante también ejerce su dominio, imponiendo su orden
represivo en lo más íntimo de nuestras vidas, en nuestras identidades y
nuestros deseos. Renovadas y más radicalizadas aspiraciones para un movimiento
de liberación sexual cuyo horizonte último no sea la petición de inclusión en
una sociedad no cuestionada, sino que se proponga barrer con todas las normas
que hoy ordenan qué es lo que puede ser incluido y lo que no en esta sociedad,
para que la libertad más radical deje de ser una utopía o el ejercicio intelectual
y solipsista de algunos pocos.
Blog de las autoras:
teseguilospasos.blogspot.com.ar y andreadatri.blogspot.com.ar
Notas
1. También existe en algunas
jurisdicciones de México y estados de EE. UU.
2. Solo en EE. UU., de 60 grupos
de homosexuales que había antes de Stonewall, pronto se organizaron 1.500; un
año más tarde eran 2.500.
3. Citado
en David Carter, Stonewall:
The Riots that Sparked the Gay Revolution, Nueva York, St. Martin’s Press,
2004.
4. Durante una conferencia de la
Asociación Norteamericana de Psiquiatría (APA) en la que se proyectaba un video
sobre el uso del electroshock “para reducir la atracción homosexual”, miembros
del GLF irrumpieron para denunciar estas “terapias”. En 1973, APA modificó la
calificación de la homosexualidad como “desviación sexual” en el Manual
Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales y finalmente, la eliminó en
1986. Recién en 1990, fue retirada, por la OMS, de la clasificación
internacional de enfermedades mentales.
5. Carlos Figari, “El movimiento
LGBT en América Latina: institucionalizaciones oblicuas”, enMovilizaciones,
Protestas e Identidades Políticas en la Argentina del Bicentenario de E. Villanueva, A. Massetti y M.
Gómez, Bs. As., Editorial Trilce, 2010.
6. Ver Jules Falquet, De la cama a la calle: perspectivas
teóricas lésbico-feministas, Bogotá, Brecha Lésbica, 2006.
7. Ver A. D’Atri y L.Lif, “La
emancipación de las mujeres en tiempos de crisis mundial”, IdZ 1 y 2, Bs. As., julio y agosto
2013.
8. Néstor Perlongher, “El deseo
de unas Islas”, Prosa plebeya,
Buenos Aires, Editorial Excursiones, 2013.
9. Una minoría significativa del
movimiento LGTB cuestiona, en este sentido, el reclamo de matrimonio
igualitario y otras demandas similares.
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