11/8/14

¿Adiós a la revolución sexual?


El estrecho horizonte del movimiento LGTB actual
Andrea D'Atri y Celeste Murillo

Argentina es uno de los dieciséis países del mundo –el primero en América Latina– que aprobó el matrimonio entre personas del mismo sexo, aunque la ley sufrió varios traspiés antes de ser votada en el Senado, en julio de 2010, por una exigua diferencia y tras muchas horas de debate1.
La crisis abierta en diciembre de 2001 –con la emergencia de los movimientos de desocupados, las asambleas vecinales y las fábricas tomadas por los trabajadores– había puesto también las demandas del movimiento de mujeres y del movimiento LGTB sobre el tapete. La legalización de las parejas del mismo sexo fue una de esas banderas y, en 2002, la Ciudad de Buenos Aires establecía el régimen de unión civil en su jurisdicción. Luego, numerosas organizaciones, nucleadas en la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans, privilegiaron estrategias jurídicas y parlamentarias, limitando la creciente movilización de la comunidad LGTB a la presión por la ley de matrimonio igualitario.
Así, lo que podría haber sido un gran punto de partida para fortalecer la lucha LGTB, pronto se convirtió en un techo. Pero, a pesar de sus límites, el debate de la ley no solo transformó beneficiosamente la vida de un sector de la comunidad de gays y lesbianas, permitió su visibilidad y una creciente aceptación social de la condición homosexual, sino que, además, impulsó un “espíritu igualitarista” en amplios sectores de masas. Los meses que duró el tratamiento de la ley en el Congreso, la clase trabajadora y la juventud debatieron en fábricas, facultades y oficinas, enfrentando viejos prejuicios y mostrando que el 70 % de aprobación que tenía el proyecto no era un invento de las encuestadoras. Dos años después se sancionó la Ley de Identidad de Género, fundamental para avanzar en la equidad de las personas transexuales. Sin embargo, muy pronto se evidenció que la igualdad ante la ley no es aún la igualdad ante la vida y que, tanto en el ámbito laboral como en el de la salud, aún subsiste la discriminación.
Estas experiencias –que merecerían su propio análisis y no es el propósito de este artículo– concentraron, en corto tiempo, las lecciones de cuatro décadas del movimiento de liberación sexual: demandas, alineamientos estratégicos y una deriva en la cooptación que nos proponemos examinar críticamente.

Stonewall y el surgimiento del movimiento de liberación sexual
La radicalización de masas que se extendió desde fines de los ‘60 hasta principios de los ‘80, se expresó también en el carácter anticapitalista sostenido por amplios sectores de los movimientos sociales que, en ese mismo período, cuestionaban todos los órdenes de la vida.
A mediados de 1969, la redada policial en el bar Stonewall parecía una más de las habituales en el Greenwich Village de Nueva York, pero esa vez no terminó como siempre: gays, lesbianas y travestis se enfrentaron durante tres días con las fuerzas represivas dando origen, apenas unas semanas más tarde, a la formación del Frente de Liberación Gay (GLF). Esta coalición que reunía, por primera vez, a todas las organizaciones existentes, pronto se extendió a diversas ciudades de EE. UU. y abrió paso a la creación de otras agrupaciones y alianzas en muchos países2.
Las barricadas de Stonewall fueron un punto de inflexión. Tres años antes, en otro bar de Nueva York, se había desafiado la prohibición estatal de servir alcohol a homosexuales y, en 1967, en la misma ciudad, abría sus puertas la librería Oscar Wilde, la primera del mundo dirigida a lectores gays. Pero en Stonewall bastó que una lesbiana, mientras era arrestada, gritara a la muchedumbre “¿Por qué no hacen algo?”, para que la chispa incendiara el barrio entero3.
Un año después, la conmemoración que organizó el GLF en Nueva York reunió casi diez mil personas. Otras movilizaciones recorrieron las calles de Los Ángeles y San Francisco, y el movimiento asumió la lucha por la liberación de presos políticos, contra la guerra de Vietnam, contra el racismo, etc.
En los primeros años de la década del ‘70, se despenalizó la homosexualidad en casi todos los países de Occidente, aunque siguió considerándose una patología4. Como señala Carlos Figari:

El movimiento homosexual comenzó a plantear como problemas a considerar en la agenda política valores de su vida cotidiana, el hacer público lo privado, el autoafirmarse como sujetos homosexuales en la sociedad. Esto último suponía una reversión identitaria en la categoría de interpelación definida como homosexual, que, de ser el término médico para clasificar una enfermedad pasó a ser una categoría política afirmativa de la diferencia5.

Las identidades que habían sido discriminadas y perseguidas se levantaban con orgullo, cuestionando todas las instituciones que reprimían la sexualidad, buscando nuevas formas de relacionarse sexo-afectivamente y desafiando los preceptos morales que los condenaba a la marginación. La resultante fue la conversión de la rebeldía en política de identidad, para la exigencia de mayores derechos. Sin embargo, esa rebelión, que atravesó fronteras y generaciones, hizo posible que se suscitaran muchos cambios impensados, poco tiempo antes, para gays y lesbianas.

La “peste rosa”, la reacción conservadora y los derechos civiles
Hacia finales de los ‘70, la derecha cristiana empezó a organizarse contra los crecientes movimientos feminista y de liberación sexual. Florecieron las agrupaciones “pro-vida” y “profamilia”, que sostenían el modelo de la pareja parental heterosexual monogámica y el rechazo al derecho al aborto. En 1978 asume el papado el cardenal polaco Karol Wojtyla, que imprimió un fuerte carácter neoconservador a la política vaticana, no solo en la lucha “contra el comunismo”, sino también contra la legalización del aborto, que se había conseguido en numerosos países, y otros derechos conquistados por el movimiento de mujeres y el movimiento de liberación sexual.
Pero uno de los golpes más duros que recibió la comunidad homosexual llegó a mediados de 1981, cuando el Centro para la Prevención y Control de Enfermedades de EE. UU. anunció la aparición de unos casos de neumonía, asociados con el sarcoma de Kaposi. La mayoría de los enfermos eran homosexuales y murieron en pocos meses, lo que bastó para que cundiera el pánico en la comunidad gay y ésta fuera estigmatizada brutalmente, desatándose una verdadera “caza de brujas”.
Aquella solidaridad, que la comunidad homosexual había conquistado en amplios sectores sociales y políticos, empezaba a licuarse al ritmo con que se extendían la pandemia y la discriminación que surgía de los prejuicios y el temor, infundidos por el desconocimiento y los grupos reaccionarios.
La restauración conservadora, encabezada por Reagan y Thatcher, con altísima desocupación, privatizaciones y recortes del gasto público, aumento de la expoliación a los países semicoloniales con las deudas externas y caída de la Unión Soviética, fue acompañada por la propaganda reaccionaria de la “peste rosa”, que actuó como disciplinador de aquel movimiento que, a fines de los ‘60, había emergido cuestionando la heteronormatividad, la monogamia y la familia patriarcal.
Recién en 1987 se lanzó el primer programa global de lucha contra el sida: llevó casi una década establecer el origen del virus, descubrir drogas para el tratamiento de la infección y tener un conocimiento más certero sobre las vías de contagio. Durante toda esa década, el movimiento de liberación gay centró sus mayores esfuerzos en la prevención de la infección, en la difusión de información científica y en ayudar a las personas afectadas. Y junto con esta nueva actividad, fue adquiriendo otra fisonomía: surgen ONG financiadas por agencias internacionales, empresas y diversos organismos estatales. Por ejemplo, la Asociación Lésbica y Gay Internacional (ILGA), fundada en 1978, multiplica de manera creciente sus miembros adherentes en todo el mundo, convirtiéndose en una de las mayores ONG, y centra su actividad en las conferencias mundiales de la ONU donde, para 1993, consigue el estatus de miembro consultivo (que pierde en 1995 y recupera en 2011 hasta la actualidad).
Los fondos internacionales para la “lucha contra el sida” dieron mayor visibilidad y poder a los grupos de varones gays. Lesbianas feministas, negras y de países del llamado “Tercer Mundo”, hicieron oír su voz, denunciando la invisibilización y subordinación de las mujeres en el movimiento de liberación homosexual mixto.
También señalaron que no se sentían representadas por las voceras blancas, de clase media y de países centrales, a quienes les cuestionaban su concepción “esencialista”. Distintos activistas del movimiento gay-lésbico han cuestionado esta contradicción según la cual, al tiempo que se desarrollaba el movimiento a nivel internacional, se profundizaba su institucionalización, perdiendo radicalidad y centrando sus demandas en las necesidades de apenas un sector de mejor posicionamiento social y económico que reclamaba derechos civiles, inclusión en los nuevos estándares de consumo y “tolerancia”6.
La institucionalización bajo el “azote” del sida, y las políticas de la identidad, cuestionadas por los sectores más invisibilizados y subordinados, llevaron a crisis, escisiones y resquebrajamientos que dieron lugar a una reconfiguración del movimiento. El derrotero que atravesó el feminismo durante estas décadas encuentra un paralelismo en el movimiento de liberación sexual7. Por un lado, líderes de la comunidad gay convertidos en una nueva “tecnocracia” administradora de profusos financiamientos y dedicada al lobby político nacional e internacional, para la regulación y el establecimiento de legítimos derechos civiles, que no cuestionan el orden impuesto de las democracias capitalistas, sino que exigen su inclusión en él. Por otro lado, una pandemia –que no solo afectaba a los homosexuales, sino fundamental y mayoritariamente, a las mujeres heterosexuales de poblaciones vulnerables, pobres y sociedades donde primaba una cultura patriarcal–, que se había convertido en la excusa para arrojar a la hoguera de la discriminación, el desprecio y la marginación a millones de gays, lesbianas y transexuales, especialmente a los más pobres. En esos años, Néstor Perlongher se interrogaba sobre esta cuestión:

…cabría preguntarse hasta qué punto la asunción de la identidad no puede implicar a veces la domesticación –por vía de la normativización–, de la adaptación a un modelo de cierta cotidianeidad transgresiva8.

Como sucedió también en el movimiento feminista, la política de la identidad –cuestionada por imponer una homogeneización esencialista que funciona como un disciplinador del grupo al que no solo describe sino al que también prescribe– condujo a la despolitización del movimiento de liberación sexual, que se transformó en el movimiento LGTB, sigla que varía en función de las nuevas identidades disidentes de la heteronorma que se van configurando y reconociendo.
Lo que siguió es la política queer, que hizo estallar por los aires las múltiples identidades, para señalar que lo más subversivo era resignificar o parodiar los géneros impuestos por la heterosexualidad obligatoria y no anclarse en una identidad que siempre es coercitiva, prescriptiva y represiva.
El movimiento tuvo una deriva que encuentra su equivalente en la que también tuvo el feminismo: desde las barricadas de Stonewall y la intempestiva intervención callejera de aquellas personas a las que se les había negado el más mínimo derecho a la existencia civil, hasta la intervención subjetiva, hormonal, quirúrgica o artística sobre el propio cuerpo, para rebelarse contra el orden binario de los géneros que imponen el lenguaje y la cultura heteronormativos.
Allí, por fuera de la propia subjetividad, donde las democracias capitalistas siguen funcionando como un fetiche que oculta, bajo la igualdad ante la ley, las más brutales desigualdades de la explotación y la opresión que se encuentran en la vida, el movimiento LGTB se limita al reclamo de mayor inclusión que, al mismo tiempo que es conseguida, domestica sus aristas más revulsivas9.

Defender todos los derechos, cuestionarlo todo
En este escenario, las corrientes de izquierda no han actuado de forma homogénea. Hay corrientes que, acríticamente, siguen repitiendo las demandas de los movimientos sociales adaptándose a sus límites y sin plantear una perspectiva anticapitalista y revolucionaria para las luchas por la liberación sexual. Otras han reproducido las persecuciones más terroríficas de gays y lesbianas dentro de sus propias filas, instauradas por el stalinismo ya en los ‘30, cuando estableció que todos los comportamientos sexo-afectivos que no se ajustaran a la heteronorma eran degradaciones de una “moral pequeñoburguesa” y que tales individuos eran más susceptibles de ser utilizados por la policía para la infiltración. Por último, están las corrientes que, con fundamentos sindicalistas o economicistas, han ignorado las demandas legítimas de los sectores oprimidos o las han considerado “algo secundario”.
Sin embargo, enraizado en la clase obrera, la única clase progresiva de la sociedad capitalista, el socialismo revolucionario siempre estuvo a la vanguardia contra los prejuicios moralistas y reaccionarios, abonados por la Iglesia en el terreno fértil del atraso campesino. Por eso, fueron los socialistas alemanes los únicos que repudiaron la condena al poeta Oscar Wilde, cuando fue perseguido por su condición homosexual a fines del siglo XIX o, a principios del siglo XX, los bolcheviques –aun condicionados por las ideas de la época– fueron quienes eliminaron, durante la Revolución rusa, las leyes que criminalizaban la homosexualidad. Ejemplos de una tradición que reaccionó ante todas las manifestaciones de arbitrariedad, para sintetizarlas en la denuncia del capitalismo y explicar, entonces, la importancia que adquiere la lucha emancipadora del conjunto de los explotados, para todos y cada uno de los oprimidos, cualquiera sea el sector o la clase social a la que pertenecieran.
Desde este punto de vista, toda conquista parcial –como la mayor equidad en derechos civiles– adquiere una importancia vital si está puesta en función de fortalecer al movimiento en la lucha radical por la liberación sexual, que cuestione esas instituciones con las que la clase dominante también ejerce su dominio, imponiendo su orden represivo en lo más íntimo de nuestras vidas, en nuestras identidades y nuestros deseos. Renovadas y más radicalizadas aspiraciones para un movimiento de liberación sexual cuyo horizonte último no sea la petición de inclusión en una sociedad no cuestionada, sino que se proponga barrer con todas las normas que hoy ordenan qué es lo que puede ser incluido y lo que no en esta sociedad, para que la libertad más radical deje de ser una utopía o el ejercicio intelectual y solipsista de algunos pocos.

Blog de las autoras: teseguilospasos.blogspot.com.ar y andreadatri.blogspot.com.ar

Notas 

1. También existe en algunas jurisdicciones de México y estados de EE. UU.
2. Solo en EE. UU., de 60 grupos de homosexuales que había antes de Stonewall, pronto se organizaron 1.500; un año más tarde eran 2.500.
3. Citado en David Carter, Stonewall: The Riots that Sparked the Gay Revolution, Nueva York, St. Martin’s Press, 2004.
4. Durante una conferencia de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría (APA) en la que se proyectaba un video sobre el uso del electroshock “para reducir la atracción homosexual”, miembros del GLF irrumpieron para denunciar estas “terapias”. En 1973, APA modificó la calificación de la homosexualidad como “desviación sexual” en el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales y finalmente, la eliminó en 1986. Recién en 1990, fue retirada, por la OMS, de la clasificación internacional de enfermedades mentales.
5. Carlos Figari, “El movimiento LGBT en América Latina: institucionalizaciones oblicuas”, enMovilizaciones, Protestas e Identidades Políticas en la Argentina del Bicentenario de E. Villanueva, A. Massetti y M. Gómez, Bs. As., Editorial Trilce, 2010.
6. Ver Jules Falquet, De la cama a la calle: perspectivas teóricas lésbico-feministas, Bogotá, Brecha Lésbica, 2006.
7. Ver A. D’Atri y L.Lif, “La emancipación de las mujeres en tiempos de crisis mundial”, IdZ 1 y 2, Bs. As., julio y agosto 2013.
8. Néstor Perlongher, “El deseo de unas Islas”, Prosa plebeya, Buenos Aires, Editorial Excursiones, 2013.
9. Una minoría significativa del movimiento LGTB cuestiona, en este sentido, el reclamo de matrimonio igualitario y otras demandas similares.

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